Las botellas de navidad

Recorro lentamente una pequeña franja de orilla del lago. Son las once de la mañana. El sol esta brillante y hace calor. Busco refugio bajo la sombra de un mangle. Veo en lontananza una piragua. En el cielo sobrevuelan los zamuros sobre las azoteas de los edificios localizados en las inmediaciones. Los leves sonidos de los marullos me invitan a contemplar el paisaje desolado. Miro un diminuto islote, donde sólo crece la vegetación.  No hay habitantes. No hay nada. Algunos nubarrones se desplazan, creando la sensación de que una tormenta se avecina. El mangle me reconforta. Sin embargo, las botellas amontonadas en la ardiente ribera me apartan de la víspera de navidad. El calor se torna insoportable. Me tengo que marchar.

Busco en las calles, hoy más vacías, al espíritu de la navidad. No busco recuerdos. Muchas casas cerradas sugieren que se ha marchado, o que no ha llegado, pero no pierdo la fe de hallarlo.

Son las siete de la noche. Hay quietud. De las profundidades de las almas brotan suspiros que se elevan al cosmos, pidiendo la presencia del Niño Dios. Sentarse juntos en la mesa para compartir la cena nos ha situado en el camino correcto. Durante el trayecto hacia nuestro hogar, contemplo nuevamente la ciudad silenciosa. Llegamos a casa. Subo a la terraza y contemplo la noche y el cielo lleno de estrellas. Las observo fijamente. El desierto del tiempo desaparece y vuelvo a ver las botellas vacías de las orillas: ya no se trata de unos náufragos que lanzaron un mensaje de auxilio dentro de unas botellas para que alguien que las encontrara supiera que hay personas perdidas en alguna isla recóndita; son las botellas abandonadas las que me indican que debemos revertir ciertas condiciones para no acabar así. Gozo y regocijo en la mente y en el corazón. El espíritu de la navidad me obsequió una iluminación y entendí que el significado del nacimiento de Jesús también está en el despertar de la conciencia.

Pablo Colina Fonseca.

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