Capillitas

Eran las seis de la tarde. Camilo y Ernesto, amigos de la infancia, viajaban en un viejo Cadillac por la carretera Falcón-Zulia, porque habían acordado reunirse con otros amigos de la universidad en Adícora, la playa ideal para la práctica de los amantes del windsurf. Escuchaban música, conversaban y rían mientras conducían. De pronto, Ernesto le dijo a Camilo:

̶ Tengo muchas ganas de orinar. Detente, por favor, en el hombrillo.

̶ ¿Otra vez? Pero si hace como media hora orinaste en Primero de Mayo  ̶ replicó Camilo.

̶ Es verdad y disculpa la necedad, pero cómo hago si estoy tomando diuréticos  ̶ respondió Ernesto.

Había muy poco tránsito de vehículos ese día. Ernesto observó que a la vera de un inmenso cujisal, como tantos que se levantaban a lo largo del paisaje, había una trocha. Caminó hacia ella y descendió por una pendiente hasta una empalizada, detrás la cual se divisaba –como a unos cien metros- una casa casi derruida. Después de explorar cuidadosamente el espinoso y abrupto terreno, eligió el sitio que considero mejor para distender el esfínter.

La brisa se había detenido por completo. El silencio reinaba en aquella soledad transitoria. Ernesto podía escuchar cada piedra que pisaba. Hacia la margen derecha de aquel sendero, que conectaba la carretera con el monte, el joven vio dos capillitas, rodeadas de tunas. En el interior de ellas, únicamente había un par de velones derretidos, tallos de flores secas y una vieja botella de tequila. También podía leerse en las cruces de los pequeños monumentos los nombres de “Tiburcio Ollarves y Helena Albornoz”. Se sentía una pesadez y una melancolía en el aire que agrietaba el espíritu de los vivos y una sed insaciable de consuelo.

Cuando Ernesto regresó, vio a Camilo conversando animosamente con un señor de aspecto amable.

̶ ¿Listo?  ̶ preguntó Camilo.

̶ Sí. ¡Calidad!  ̶  respondió Ernesto con satisfacción.

̶ Vamos a darle la cola al señor que va hasta a Coro  ̶  replicó Camilo.

Todos abordaron el vehículo. El nuevo y desconocido pasajero era muy dicharachero y les narró a los muchachos, durante el trayecto, su experiencia sobre su viaje a México. Ernesto se mostró algo desconcertado y le preguntó:

̶ Disculpe, ¿de dónde es usted?

̶ De Urumaco. Lo que pasa es que una vez mi mujer se sacó la lotería y en la casa había una revista que tenía muchas fotos de ese país y agarramos el dinero del premio y nos fuimos pa’ allá. Bebimos todo lo que quisimos y regresamos sin una locha, pero gozamos mucho. Yo hasta me traje unas botellitas de recuerdo.

̶ Buenos recuerdos entonces  ̶ repuso Camilo.

̶ ¡Buenísimos! Figúrense que mi mujer y yo poníamos una troja a la orilla de la carretera y vendíamos conservas de leche, paledonias, lo que fuera y cuando terminábamos la jornada, nos sentábamos en unos tauretes y a veces nos poníamos a beber, recordando aquel viaje; pero entrando la noche, la cosa se ponía peligrosa, porque pasaban las gandolas como “alma que lleva el diablo” y se llevaban por delante lo que fuera.

̶ Ya estamos llegando a Coro  ̶ dijo Ernesto, presuroso por conocer la identidad del misterioso sujeto.

̶ Bueno, aquí me quedo yo. Muchas gracias, muchachos.

̶ Que le vaya bien, pero al menos, díganos su nombre  ̶ intervino Camilo.

̶ Tiburcio Ollarves  ̶ respondió el hombre, que se evaporó ante las miradas atónitas de los jóvenes, principalmente de Ernesto, quien aquella tarde de noviembre comprendió el significado de las “capillitas”…

Pablo Colina Fonseca.

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