Trasgos

Inocencio Fuentes recordaba aquella mañana de diciembre: sentado en la terraza de un chalet, cubierto por una frazada y disfrutando de una taza de café, contemplaba las cumbres nubladas de los Andes. Así fue por mucho tiempo, pero luego algo espeluznante ocurrió…

Inocencio era un maestro, cuya experiencia y talentos innatos, lo llevaron a recorrer el mundo  por los cuatro puntos cardinales. En sus viajes, observaba los pueblos y ciudades, algunas tranquilas y silenciosas;  otras bulliciosas y agitadas, en medio de trenes de montañas, frente al mar, frente a un lago, o en el llano.

Un día, viniendo del aeropuerto, se percató de la extrema soledad que asolaba su ciudad natal. No era un día festivo. Detuvo su automóvil y le preguntó a un anciano, que bebía agua de coco en un tarantín, la razón del desamparo y aquél respondió que un ácido extraño, llamado Vorax, comenzó a devorar los edificios, las casas, las plazas, los parques, todo.

Las posadas y hoteles estaban rodeados de aires enrarecidos y voces extrañas. Avenidas y calles, que antes estaban inundadas de artículos electrodomésticos, muebles, lencería y todo el sinfín de productos que los turcos vendían en sus almacenes, fueron devastadas por Transmeo, el creador del Vorax, capaz de penetrar todos los sistemas y succionar su savia hasta la última gota. Aquel andarín duende llevaba siempre consigo una especie de astrolabio, que le permitía determinar la posición de los manjares más suculentos y de los tesoros más apetecibles. Cuando los hallaba, su cuerpo se abría en dos mitades y de sus entrañas brotaban miles de coleópteros, que arrasaban con todo a su paso: máquinas, autos, puentes, murallas, comercios y más comercios. Sólo deseos y presagios inconclusos se amontonaban en las menguadas horas de la espera que precedía a la partida de la tierra de los mil colores, coexistiendo con las memorias parentales mezcladas con los recuerdos de playas de aguas cálidas del trópico y del ambiente agreste de los campos.

Después del advenimiento del Vorax, Transmeo, el de la esencia cáustica,  plantó una semilla en la Tierra y nació Misellus, el buitre negro.

—¡Qué historia tan incoherente y disparatada! No entiendo nada de lo que dice, señor. ¿Quién es Transmeo? ¿Qué buitre es ese y qué savia es esa, a la que usted se refiere?

—Mire bien y entenderá —respondió parcamente el anciano, lanzando el vaso en una cesta vieja de basura. El anciano se alejó lentamente, sosteniendo un monólogo indescifrable, por una calle repleta de desperdicios, rodeada de árboles marchitos hasta los tuétanos, que parecían manos huesudas y de perros casi sin vida, que observaban desde lejos.

Desconcertado, Inocencio regresó a su casa. Tomó una ducha y se retiró a su dormitorio, pensando que todo había sido producto de una desafortunada confusión. Al otro día, se levantó temprano. Mientras caminaba se percató de que varias viviendas emplazadas cerca de la suya estaban solas: algunas hojas secas se arremolinaban frente a sus puertas. Los automóviles aparcados en sus garajes estaban cubiertos de polvo y el abrojo cubría los antiguos jardines. Únicamente, sus enmudecidas fachadas daban la bienvenida. Sus moradores ya no estaban.

Terrenos vacíos, cubiertos de maleza, localizados por todas las ciudades y por todos los lugares, como retorcidas postales parecían rogar a Dios un perdón, una esperanza. Autopistas y carreteras con poco tráfico, con el viento cantando una mustia melodía, bajo un iracundo sol y un cielo indiferente que las contemplaban, acompañaban al maestro en su búsqueda. ¿Qué sucedió? Era una congoja que se había extendido como un desierto amarillo. El sol terminaba de iluminar las calles sofocadas y sólo remembranzas de un ayer quedaban en el horizonte.

Peregrinos recorriendo veredas y sendas insospechadas. Sólo ruinas envueltas en cortinas de polvareda yacían alrededor de los caminos. En una ocasión que llovía copiosamente, el maestro se acercó a la ventana de su alcoba y vio que la escorrentía inundaba las madrigueras de las hormigas en el jardín: la verdad simple de la naturaleza que volvía a refrescar la vida. Cuando cesó el chubasco por completo, salió. En el recodo de una callejuela, observó a un indigente que escudriñaba entre la inmundicia, cuando abruptamente se transformó en un Misellus, dotado de alas de gran envergadura, un pico fuerte y una mirada penetrante, que destellaba hambre. Batió sus alas con fuerza y se elevó a los cielos, perdiéndose en sus alturas. Inocencio quedó paralizado.

«Eso no está sucediendo. Nunca ha pasado», pensó. Caminó rápidamente hasta su hogar, como un fugitivo perseguido por perros de caza, pero el fenómeno volvió a repetirse en los días siguientes y las transfiguraciones iban creciendo. Personajes, sitios, acontecimientos, canciones y diversiones -que una vez emergieron vigorosos del río de aceite negro que brotaba de la Tierra- comenzaron a desfilar frente al maestro: horas pasadas que lo visitaban, que se aferraban a él, cobijadas en un incognoscible refugio. Suspiró y contempló largamente sus libros en la biblioteca de su estudio, apacible y sencillo. Fue entonces cuando Facundia, el creador de todas las doctrinas, ideas, teorías, palabras y composiciones, apareció y le dijo:

—La gente sin orden vivió y el impuro jolgorio todo cubrió. Nada importaba, porque las riquezas todo lo pagaban. Al zorzal nadie escuchó. En las veladas aguas de las emociones, un germen creció y en su división múltiple, se expandió. Un oscuro caminante, que nadie conocía, lo cultivó y en Vorax lo convirtió. Su apetito fue insaciable y en terror y nervios todo se volvió. Y antes de despuntar la aurora, la esfera verde comenzó a desmembrarse.

—Entonces, no estoy lo loco y lo que he visto es real. ¿De dónde vino ese oscuro caminante?

—Del amorfismo de las gentes.

Facundia, ¿hay alguna cura contra el Vorax?

—Debe resembrarse la sabia y para ello, hay que escuchar al zorzal. Su canto alumbrará el sendero, la fantasmagoría cesará y lo verde renacerá.

Una brisa fresca penetró por la ventana. Facundia desapareció. Inocencio quedó en sosiego, sintiendo nuevamente la alegría de aquella viva mañana decembrina…

Pablo Colina Fonseca.

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