MITÓN, UNA FOTO DE LOS ANDES TRUJILLANOS

Relato sobre el pueblo de Mitón, ubicado en el Estado Trujillo, Venezuela.

El pueblecito de Mitón (localizado en el Estado Trujillo de Venezuela) es sencillo, natural y hermoso. Se encuentra ubicado más arriba del poblado de Chejende. Tiene un frío de montaña que invita al descanso. Es una zona cafetalera. Tiene árboles de gran altura. No hay tanta deforestación. Es un pueblo muy pequeño, de cuatro calles tranquilas y silenciosas. Hay muchas mariposas. Desde un lugar, que sirve como mirador, puede verse abajo el valle y el pequeño camposanto, cuyas contadas crucecillas denotan la longevidad de los habitantes del pueblo.

En las mañanas puede verse la neblina, que cubre como una inmensa cortina las laderas de la montaña. También se ven en lo alto del cielo a las parejas de gavilanes. En las noches se escucha el canto incesante de los insectos, que junto al frío despiertan las ganas de tomarse un café caliente. Sitios como éste deben permanecer así para siempre, pues para el que desea descansar, alejado del bullicio de la ciudad y de las preocupaciones de lo cotidiano, puede hallar relajación y fuerzas para continuar. De algún modo, entiendo mejor lo imponente que es la Cordillera de los Andes.

Recuerdo la casita pintada de blanco con techo de lámina y helechos colgantes en su frente, localizada en el sector “Los Higuerones” y protegida con un enrejado. Tenía tres dormitorios, dos baños y una pequeña cocina que daba a un solar, el cual se extendía en una pendiente pronunciada ornamentado con pequeñas plantitas de café, plátano guineo y aguacate y al fondo se levantaban árboles inmensos, que invitaban a elevarse a los cielos y luego, el bosque se hacía más tupido. El silencio del día se rompía por el canto de algún gallo, o de algún ave, cuyo nombre nunca conocí, pero de cresta y plumaje negro brillante. El aire estaba impregnado de vegetación y de olores a tierra mojada. En ocasiones, soplaba una brisa suave, que acariciaba a las plantas de abajo.

Siempre me gustaba observar al señor Valentín recorrer temprano en las mañanas, con su machete y un saco de fique, el caminito que lo conducía hasta su huerto. Parecía una figura de tiempos ancestrales. Caminaba pausadamente, pero con firmeza hasta que se perdía en el bosque.

Una vez llegué hasta sus tierras y me obsequió caña de azúcar, me regaló algo que él llamaba “naranjas chinas” y me mostró con orgullo sus gallinas. También narró para mí los episodios de su vida como cazador: se subía a un árbol cercano a las jaulas donde estaban sus pollos, armado con su rifle para sorprender a unas inteligentes y escurridizas onzas, que nunca logró matar, pues sólo alcanzaba a ver con mucha suerte sus largas colas. A las cinco de la tarde, recogía sus implementos de trabajo y retornaba a su hogar.

En una ocasión llegué hasta su morada y su esposa me invitó a pasar al interior de la vivienda y me ofreció una tacita de café. Recuerdo la luz de la cocina: estaba encendida, pero era muy tenue y la puerta del corredor estaba abierta y se veía el patio, donde los perros ladraban persistentemente. Me senté en un taburete y mientras conversaba, veía las fotografías de los hijos de Valentín, colgadas en las paredes descoloridas de la pequeña sala. Hacía muchos años que todos se habían marchado de Mitón.

Valentín me habló de todos los lugares del pueblo, de la cría abandonada de las abejas, de algunos personajes como el señor Perdomo (quien estaba sordo, pero siempre que uno pasaba frente a su hogar sonreía y saludaba con mucho ánimo) y de la plaza. Uno de los entretenimientos de la gente pueblo era sentarse en la plaza y sostener tertulias con todo el que pasaba; o simplemente permanecer en silencio admirando el paisaje y sintiendo el aire fresco; u observando la iglesia, la estación de policía, la parada del autobús y dos bodegas, una en cada esquina de las calles que flanqueaban la plaza en aquel contexto de montañas.

Y era precisamente esa sencillez del lugar y de su gente la que representaba a la vez la grandeza de lo prístino de los Andes de mi tierra. A veces no se sabe disfrutar de este regalo de la vida, porque nuestras interferencias no nos permiten apreciar la belleza de lo simple. Sin embargo, la vivencia de aquellos momentos ha quedado como una foto dentro de mi alma…

Pablo Colina Fonseca.

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