Sabarigua

En uno de esos soleados días de campo, hallé una entrada a uno de aquellos tantos caminos profundos, que se perdían en la lejanía de la inmensidad falconiana. No había sonidos humanos, pero sí un recital de voces de la tierra, que hablaban y cantaban entre las espinas del cactus. Una humilde senda, flanqueada por cardonales, bajo el cielo azul de la Península de Paraguaná, mostraba con orgullo un muro de cemento y cal, donde aparecía pintada la palabra “Sabarigua” y en derredor, una tímida brisa circunvalaba la entrada desolada.

Me quedé observando el arenal de la senda, que llevaba al anunciado pero desconocido caserío.  Apagué el coche.

Transcurrió media hora sin que nadie transitara por la carretera ni saliera del monte a esperar el camión del gas. Solitario estaba en medio de aquella oquedad sin precedentes. Quería conocer el poblado, que hasta el momento era sólo una palabra para mí, siguiendo la ancestral conducta del explorador. Encendí nuevamente el vehículo para tomar el camino polvoriento hacia Sabarigua, pero algo me detenía: no sé si era la necesidad, aunque por momentos olvidada, de comprar víveres en Pueblo Nuevo; o era la natural cautela frente al paisaje desértico.

¿Qué habría en aquel caserío de contornos ignorados para un forastero? Desde la carretera, se divisaba una curva pronunciada: era la que ocultaba el mundo ignoto de Sabarigua. Sin embargo, entendí que ni la espesura cimarrona ni la premura por los comestibles eran la causa de mi reserva; sino todo lo que se ocultada detrás de la maleza.

Las voces del comienzo, poco a poco, se fueron apagando; mientras aumentaba el bochorno del mediodía. Decidí proseguir mi camino, abandonando temporalmente la aventura de internarme por aquellos recovecos. Abruptamente, una ráfaga de nubes perdidas apaciguó la voracidad del sol y un viento frío sopló con la intención firme de quedarse. Fue entonces cuando vi la figura de una mujer que caminaba lentamente por el sinuoso sendero con un talego en la mano. Llevaba un pañuelo en la cabeza. Tenía la piel curtida y sus ojos de gavilán se clavaban como aguijones en el espacio y en el yermo suelo. La observé detenidamente. Antes del llegar al muro, se desvió por una vereda insospechada, que hasta ese momento yo no había descubierto en todo el tiempo que llevaba contemplando el lugar. Y allí desapareció.

Impulsado por la curiosidad, salí rápidamente del auto para conocer hacia dónde se dirigía la enigmática dama e identificar algún otro punto de conexión con la oculta población, que no fuera el muro de la entrada. La mujer no se veía por ningún lado. Era como si los matorrales se la hubiesen tragado. Una sensación de desconcierto me sobrecogió. La dinámica del espacio, otrora vibrante, se tornó sombría. Reinaba la incertidumbre en medio de la soledad aplastante, que cabalgaba en un mustio corcel, destilando un agrio misterio e incitando un interés en Sabarigua, que se alejaba invisiblemente, sin saber por qué…

Pablo Colina Fonseca.